Se fue Luis María Fernández, aunque los buenos quedan para siempre

El periodista deportivo y relator marcó un antes y un después en Villa Gesell a partir de su inconfundible estilo tanto para conducir programas como para transmitir partidos. El truco que tomó de Víctor Hugo Morales y cómo surgió el apodo que le puso al Atlético. 

 

Por Juan Ignacio Provéndola| Lo primero que le conocí fue su voz. A través de una radio vibraban palabras en un tono profundo pero calmo. Yo era un pibito, probablemente tenía ocho años, quizás menos. No sólo no existían teléfonos celulares ni conexión a internet: en Gesell ni siquiera había televisión por cable. Todo lo que no pertenecía a nuestra habitualidad, a nuestra cercanía y a nuestro entendimiento quedaba mucho más lejos que ahora, formaba parte de otro universo.

La Villa terminaba en la rotonda de la ruta 11, un límite a partir del cual comenzaba ese “más allá” construido con imaginación y fantasías. Y, entre ellas, se configuraba la imagen del tipo que me devolvía la radio: durante mucho tiempo creí que era un periodista de Buenos Aires que hablaba desde una gran radio de la Capital. Es que su dicción, la manera de dominar el ritmo de sus fraseos y la solvencia con la que se expresaba me resultaba superlativa. Parecía un profesional en lo que hacía, a la manera que en ese entonces lo entendíamos: alguien que vivía de eso y a eso se dedicaba todo el día, toda su vida.

Recién con el tiempo descubrí que ese tipo, Luis María Fernández, vivía en Villa Gesell. Y que trabajaba de vidriero:el periodismo era un hobby.

Así y todo fue, sin dudas, mi primera gran inspiración periodística geselina. Lo recuerdo haciendo el programa diario RVG Deportes en la desaparecida FM La Villa junto a alguno de los hermanos Mansilla (quizás era Pato, a lo mejor Abel, o tal vez estuvo uno y luego el otro). Tenía ese estilo que algunos llamarían “antiguo”, aunque yo prefiero denominarlo “clásico”: la voz impostada  y el ritmo justo, ni muy acelerado, ni muy lento. La clave no estaba en lo que decía, sino en cómo lo decía. Su modulación era envidiable y lograba algo que hoy parece impensado en el periodismo deportivo de los grandes medios nacionales: ¡que se entendieran todas las palabras que decía! Algunos parece que, en vez de hablar, están intentando correr una carrera a toda velocidad. A Luis María no le interesaba ser un velocista: era un narrador que respetaba la cadencia del lenguaje sin dejarse apresurar. Daba gusto escucharlo. 

Pero su mejor versión llegaba el fin de semana, cuando desde alguna cancha de la ciudad o la región relataba los partidos de la Liga Madariaguense de Fútbol. En el vidrio frontal de la cabina pegaba un papel de manera horizontal: era un mapa de la cancha donde acomodaba los nombres de los jugadores según la posición que cada uno desempeñaba. “Eso lo aprendí de Víctor Hugo Morales en un torneo de verano en Mar del Plata”, lo recuerdo decir alguna tarde helada de invierno en el Alcuaz de Madariaga, mientras ordenaba papeles y cables para salir en vivo. Años después, ya con confianza, me contó la misma anécdota, solo que cambió “aprendí” por “robé”, y además le agregó su característica risa mostrando los dientes y rechinando los ojos. Las dos narraciones estaban bien: efectivamente, la clave no estaba en lo que decía, sino en cómo lo decía.

Así, con ese estilo tan especial, lograba volver entretenidos muchos partidos dignos de bostezo. Cuando me mudé a Buenos Aires y lograba enganchar sus transmisiones por Internet, su relato me convencía de que San Lorenzo estaba jugando contra Los del Clan en La Carmencita como si fuera la final de la Champions League. Su repentino e imaginación eran tales, que alguna tarde de fines de los 80′ o principios de los ’90 le salió una frase después un gol que quedó para siempre: “¡Trina el Canario, trina!”, gritó. A partir de ese acto espontáneo, re-bautizó Atlético con el apodo que hoy todos usamos.

En el medio de la transmisión, además, se tomaba pausas para contar alguna vieja historia, saludar gente que estaba sintonizada, tirar algún chiste o pedirle al control central de la radio que pusiera de fondo alguna canción, incluso antes de que un relator porteño lo volviera una “moda”. A las limitaciones de recursos técnicos y materiales, Luis María las suplía con polenta y corazón. Eso lo volvió un adelantado en muchos aspectos, entre ellos el de sumar en un ámbito dominado por varones al talento femenino de Giuliana López como comentarista y última gran co-equiper de sus tiras semanales. Era integrador y generoso, humilde y correcto: jamás lo escuché decir un insulto, hablar mal de alguien ybuscar beneficio denostando a otros. Villa Gesell le hizo bien a Luis María, pero probablemente Luis María le hizo mucho mejor a Villa Gesell. 

Me alegro de haberle dicho el año pasado que escucharlo desde Buenos Aires los domingos me ponía contento. Sonrió un poco, pero no tanto, acaso lo suficiente como para devolver el cumplido; no era de agrandarse ni de jactarse por nada. Decirlo ahora, en cambio, me pone triste: la vida en algún momento se acaba, aunque uno quiere que los buenos se queden para siempre. ¡Trina, Luis María, trina! Te mando un abrazo eterno.