Atlético Vs. San Lorenzo: El Clásico de la ciudad

Otro adelanto exclusivo de “Historias de Villa Gesell”, libro que saldrá a la luz la semana próxima; aquí anticipamos el capítulo que describe la historia de los dos equipos de de la ciudad y del fútbol amateur como fenómeno cultural del lugar.

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No fueron los primeros equipos de la ciudad que intervinieron en la Liga Madariaguense de Fútbol, pero ambos guardan para sí varios méritos que les pertenecen en exclusividad. Fundado en 1969, San Lorenzo es el más longevo de los geselinos. Atlético se sumó cuatro años después y al poco tiempo ganó el torneo regional, consiguiendo el primer título para Gesell y dando fin al monopolio de las escuadras de Madariaga, hasta ese entonces únicas campeonas de competencias que también contaban con representantes de Pinamar.

El Cuervo se sumó al palmarés en 1981 y hasta finales de esa década ambos equipos acreditaban la misma cantidad de títulos en sus vitrinas. La única forma de obtener el dominio futbolístico durante ese largo tiempo de paridad copera era a través de los clásicos jugados entre sí. Aunque San Lorenzo volvió a festejar otras vueltas olímpicas, el Canario comenzó en los 90’ una era aún vigente de protagonismo en el fútbol de la zona que, a fuerza de éxitos deportivos, lo posicionó muy cerca de igualar la marca del extinto Club Cosme de Madariaga, máximo campeón de la Liga Madariaguense.

Sus apodos tienen historias disímiles. Mientras San Lorenzo heredó de entrada todos los motes de su homónimo porteño (es decir: Cuervo y Santo), a Atlético le tocó esperar varios años hasta recibir el propio a fines de la década del ’90. El mérito le corresponde al El Fundador, luego de que un periodista del semanario (hincha de un equipo del ascenso) insistiera con aplicar el sobrenombre de Flandia, un club de la Primera B Metropolitana que también luce una camiseta amarilla. Por supuesto, luego es el hincha quién decide o deniega la propuesta, aceptando en este caso la idea y replicándole en numerosas banderas el dibujo de un canario.

La rivalidad entre los dos equipos históricos de la ciudad supo escapar a la línea de cal y llegar hasta la tinta de escritorio. Fue hace no muchos años, cuando unas personas vinculadas a la fundación de San Lorenzo acusaron a Atlético de haber manipulado en su favor la tenencia de las tierras donde hoy está el Estadio Carlos Idaho Gesell, casa del Canario. Desterrado de su lugar original, el Cuervo se terminó instalado en Avenida 27 y Paseo 106.

La ubicación geográfica de ambos (uno cerca de la zona céntrica, el otro en los confines del barrio La Carmencita) alentó en algunos la idea de que Atlético representaba a las clases pudientes y San Lorenzo a los sectores más populares, una antinomia absurda a la luz de las incontables oportunidades en las que un jugador lució con idéntico esmero una y otra casaca, sin mencionar las veces que el archirrival (en ocasiones, de manera desinteresada) le cedió hombres a su vecino cuando este representaba a la ciudad y a la Liga en las competencias regionales.

Esto, de todos modos, no menoscabó la tradición del clásico como genuina expresión del folklore del fútbol, aunque el escenario local no pudo abstraerse de una coyuntura general que convirtió el ritual de ir a la cancha en una experiencia de riesgo. Así, vemos con tristeza y asombro los operativos policiales que últimamente se despliegan para evitar incidentes entre vecinos que, quizás, luego se crucen en un bar, en la cola del banco, o haciendo las compras en algún mercado.

Pero aunque muchos se empecinen en demostrarnos lo contrario, la pasión no se manifiesta tirándole piedras al contrario o deseándole maldiciones al que levanta banderas que no son las propias. El amor genuino a una camiseta también se expresa a través del sentido de pertenencia que desarrollaron familias enteras, legando de generación en generación el orgullo por defender los colores del club que alguna vez adoptaron como propio. Una maravillosa evidencia que exhibe al fútbol como un poderoso generador de identidad cultural en el contexto de comunidades tales como las que integran la Liga Madariaguense. Así, en Vila Gesell, y solo por citar a unos pocos en nombre de tantos otros, encontramos a Monge, Escola, Churrupit, Ruiz, García, Beltrocco, Luna, Miracca, Saldaño, Martínez, Fombela y Palacio entre los apellidos que se repiten a lo largo de distintas eras del fútbol local.

Uno luce amarillo; el otro, azul y rojo. No hay contratos descomunales ni partidos televisados. Solo tienen la pilcha puesta y la posibilidad de verse dos veces al año, una vez en cada cancha, para seguir abonando a la mitología doméstica a través de choques épicos y victorias agónicas, también festivales de expulsados y trifulcas insólitas, vueltas olímpicas en la cara del rival o campeonatos arruinados por el inesperado triunfo del vecino. Bien valga entonces este pequeño rescate de los fanatismos inocentes, tan íntimos como nuestro pueblo, que nos conectan con lo más lindo de nuestras pasiones frente al aberrante desprecio que sufre la pelota por quienes la vuelven cuadrada cada vez que salpican al fútbol con negocios espurios e histerias inexplicables.

Foto: Tukuta, Fotografía Alternativa