Guerra de Malvinas: heridas abiertas y deudas pendientes

Se cumple otro aniversario de uno de los delirios más grandes de nuestra historia: el desembarco argentino en Malvinas. El rol de los ex combatientes para que el recuerdo de la guerra sirva también como reflexión.

Por Juan Ignacio Provéndola | Para cualquier argentino, la guerra es el triste recuerdo de una memoria emotiva que hurga entre sus miserias para tratar de comprender lo incomprensible: cómo es que se fue a chocar de cabeza ante la potencia militar más grande de la historia de la humanidad, tal como los libros de historia nos enseñaron que fue la del Gran Bretaña. En Malvinas se mezclan las mieles épicas de las proclamas soberanas (que datan de 1829, cuando el gobierno de Buenos Aires hizo el primer reclamo) con el agrio sabor de un ridículo que podría haberse evitado si es que se tenía algún sentido del desequilibrio diplomático, la disparidad bélica y el horror que implicaba tan delirante empresa.

Conscriptos de 18 años convocados de apuro, sin instrucción ni armamento adecuado, para ser confinados en trincheras improvisadas (los “pozos de zorro”) donde lo mismo los esperaban el cañonazo de un británico, la crueldad de un superior, un estaqueo a la intemperie, el hambre y el frío. O el olvido que tuvieron que padecer en lo sucesivo los ex combatientes, auténticos portadores de una tragedia que el resto de la sociedad asume como propia solo cuando la efeméride se lo recuerda.

En Villa Gesell, los veteranos de guerra fueron siempre los encargados de mantener viva la causa a través del recuerdo, un proceso que recobra nobleza cuando estimula la reflexión crítica sobre una herida que sigue abierta. Los que hicimos el colegio en Gesell en los últimos 20 años recordaremos la visita al aula de algún veterano de Malvinas, algo que habitual en ese entonces. Nosotros, que conocíamos la guerra solo por el cine y los videojuegos, manifestábamos distintas sensaciones ante ese relato que parecía surrealista, en voz de quien había sobrevivido a un horror de dimensiones muy ajenas a nuestro inocente entendimiento prepúber.

Historias que nos resultaban lejanas, pero nunca indiferentes. Podía uno sentir indignación, tristeza, compasión o terror. Incluso odio, seguramente demarcado por un mandato cultural que tendría que resultarnos absurdo: ¿acaso la única lección que nos dejó una guerra (entendida como la exacerbación de la intolerancia) fue, justamente, más intolerancia?

A diferencia de otros países, que hicieron e incluso hacen de la guerra un estado de normalidad, naciones jóvenes como la nuestra tienen la ventaja de no arrastrar odios bélicos con ningún país vecino (y por eso tendremos una deuda eterna con el Paraguay, quien día a día decide ignorar amablemente la vergüenza que nos pesa por esa guerra infame pensada por Mitre y Sarmiento y apoyada por Brasil y Uruguay). Por supuesto, siempre encontramos otros motivos para alimentar nuestros desprecios cotidianos. Los buscamos allí, en una generosa oferta de estupideces que nos exponen cotidianamente a nuestras imbecilidades más humanas.

El Estado (aunque con un largo camino pendiente) ha ido compensando ciertas deudas morales y humanitarias con quienes fueron obligados a inmolarse en el campo de combate, abrazando una causa pergueñada por la perversidad de un gobierno militar que aspiraba a eternizarse en el poder. La sociedad también evolucionó en su razonamiento. Hoy entendemos con más noción que detrás de esta lucha no hay argumentos bélicos, sino políticos. Que todo se trata de una cuestión de soberanía nacional en la que Argentina, además, se encuentra amparada por resoluciones de la ONU. Sabemos que la ONU es un congreso de burócratas que cada tanto manifiestan cierta sensibilidad levantando la mano en favor de alguna causa postergada. El litigio por Malvinas es una de ellas y se inscribe dentro de una línea que pretende buscar por la vía diplomática aquellas soluciones que la guerra no consiguió.   

Gran parte de ese mérito le cabe a los veteranos de guerra, quienes encontraron distintos modos para mantener visible la memoria humana del conflicto, aquella que dejó como saldo una multitud de ex combatientes con problemas crónicos de salud, discapacidades motrices, trastornos psicológicos y otras aflicciones de por vida. Debajo de las banderas simbólicas de la gesta por Malvinas quedaron miles de personas con el espíritu mutilado. No es héroe sólo aquel que muere en combate, sino también el que sobrevive y vive la vida que le toca de allí en más. Las islas estarán un poco más cerca el día que la sociedad lo reconozca no sólo el 2 de abril, sino los 364 días restantes.