Aguavivas Geselinas XIV: El piromaníaco

Una nueva entrega de la sección literaria de Pulso Geselino. Cuenta la historia que un temible pirómano acechaba a los barrios del pueblo. Nadie pudo controlar su poder de fuego. Sólo el viento. Cualquier parecido con la realidad es sólo eso: una aproximación incierta sobre la complejidad humana.

Por J.I.P. | El primer ataque fue a una camioneta policial. Aunque nadie sabía su nombre, la violencia con la que actuaba lo puso rápidamente en boca de todo el pueblo. Una vez hizo explotar un Falcon, cuyos pedazos sobrevolaron el cielos de toda la manzana como cometas hirvientes y amenazantes. Mientras escapaba, intentó repetir la faena con una estanciera, aunque la ansiedad de la huida lo obligó a abandonar la tarea. Aquella fue su noche más recordada.

Los medios locales, más concentrados en los pormenores del año electoral, le dedicaron a este sujeto anónimo y peligroso no más que algunas crónicas aisladas. Lo llamaron “el pirómano”, apodo poco original pero no por ello menos cierto: en apenas tres meses había incendiado siete vehículos en el mismo barrio.

Algunas versiones daban cuenta de que lo estaban investigando. Incluso, de que ya estaba identificado. Su poder de fuego -literal- y su habilidad para darse a la fuga lo convertían en un sujeto temible. Una intriga inquietante había sido sembrada: en cualquier momento, sin que nadie lo advirtiera, podía volver a cometer uno de sus furiosos ataques. Ese era el relato que sobre él se construyó.

Fue encontrado una noche al costado de la ruta. Ahí, a poco de llegar a la ciudad, la llanura pampeana goza de sus últimos instantes de dominio geográfico antes de la irrupción de los suelos arenosos que preceden al mar. Dicen que estaba renegando con la mecha de una molotov en medio de un campo desolado. No lograba encenderla. El viento demoró su trabajo y facilitó el de la policía.