Extraterrestres en Villa Gesell: Meteorito que avisa, no traiciona
¿Qué vale más?: ¿Lo que dice la ciencia a 10 mil kilometros de distancia o lo que acabó de ver un vecino en la casa de al lado? No son pocos los que acreditan este fenómeno y lo cuentan en la mesa de un bar. Otros, en cambio, descreen de esto y prefieren sentarse cerca de la ventana. “Van a venir cuando no los miremos, así que hay que estar atento”, dicen.
Por Juan Ignacio Provéndola | Uno de los secretos mejor conservados de nuestro pueblo es el de la presencia extraterrestre. Carlos Gesell había comprado estas tierras en 1930 sabiendo que eran parte de un sobrante fiscal, conociendo al propietario anterior y entendiendo que era imposible sacarle provecho económico a suelos de arena. Lo que nadie le avisó (tal vez por maldad, o solo por ignorancia) es que desde hacía muchos años una comitiva del planeta Ceres estaba planificando un desembarco terrestre justo a la altura de los médanos que ahora formaban parte de su propiedad.
A pesar de que la astronomía lo define como un “planeta enano”, Ceres es el más grande de los millones de cuerpos celestes que pululan alrededor del Cinturón de Asteroides, una minúscula región del sistema solar ubicada entre las órbitas de Marte y Júpiter. Los otros astros son muy pequeños, por lo que le bastan apenas 950 kilómetros de diámetro para convertirse en el más grande del salón. La cuestión del tamaño era de relevante importancia para los habitantes de Ceres, quienes no se sentían a gusto con las escasas comodidades que les habían tocado en reparto cósmico. Fue por eso que a principios del siglo pasado decidieron rebelarse contra su destino astral lanzándose a la conquista espacial.
Por su proximidad galáctica y determinadas condiciones de vida, la Tierra se convirtió en el primer destino de la audaz misión. Al cabo de largas investigaciones, los resultados indicaron que el lugar ideal para realizar el aterrizaje inicial era sobre unas coordenadas entre ciertos médanos del Atlántico Sur. La pertinencia del sitio escogido radicaba en innumerables factores. Importaba mucho que estuviera ubicado a una distancia prudente de otros atisbos de presencia humana (como la fallida experiencia del Hotel Ostende, a cargo de empresarios belgas, o el flamante Faro Querandí, instalado por la Armada Argentina), y también que fuera inaccesible al tránsito vehicular de la época. Otros elementos considerados fueron el espesor de los granos de arena (base de la alimentación de estos seres) y los nudos que eran capaces de soplar los vientos del sudeste a fines de marzo, necesarios para poner en funcionamiento una máquina que les permitía extraer cantidades industriales de agua en poco tiempo y tenerlas como reserva hasta el otoño siguiente.
Sus avanzados métodos de observación les habían permitido conocer todo tipo de cosas del lugar a conquistar. Menos su futuro. Y fue por eso que los individuos de Ceres nunca esperaban encontrarse a ese tipo caminando entre las dunas mientras realizaban el aterrizaje largamente premeditado.
Se desconocen los pormenores del encuentro entre Gesell y los extraterrestres. Porque, como bien se ha dicho, es uno de los secretos mejor guardados de nuestro pueblo. En consecuencia, surgieron muchas fábulas destinadas a ocupar el vacío generado por la ignorancia sobre el tema, o tal vez algunas de ellas sean certezas disimuladas en un concierto de imprecisiones.
Los pocos que no murieron ni fueron castigados por las desmemorias del tiempo tal vez recuerden al viejo Zamudio tambalearse entre las dunas al grito de “¡Se vienen los marcianos!”. Y, si aún les queda un poco de dignidad, incluso reconozcan como se le reían en la cara al pobre viejo, diciéndole: “¡Sí, Zamudio!. ¡Ya vienen los murcianos! ¡Para llevarte por loquito!”, en referencia al gentilicio de sus ancestros españoles, oriundos de Murcia. Zamudio no era querido porque se dedicaba a la bebida, no aceptaba bañarse con el agua gélida del pueblo (o sea: no aceptaba bañarse) y, sobre todo, porque era imbatible en los juegos de cartas por dinero, otra de las pasiones poco difundidas de aquellos iniciáticos geselinos.
Aunque no nos animemos a reconocerlo en reuniones sociales por miedo a ser ignorados o desestimados, sabemos bien que la versión más circulada es la que cuenta de una negociación entre Carlos Gesell y los extraterrestres, la cual jamás llegó a nada conveniente para ninguna de las partes. Las sesiones fueron tediosas y extensas; hasta se habla de varios años de debates, desaires y reencuentros. Cada quien argumentaba su posición con una innumerable cantidad de recursos, entre los que no faltaban mapas, legislaciones de varios países, informes técnicos e incluso extrañas experimentaciones que pretendían darle sustento científico a la cuestión.
Pero la disputa tenía una dificultad insalvable: las partes no hablaban el mismo lenguaje. Y no nos referimos al idioma, pues en los primeros tiempos Gesell y los extraterrestres estilaban representar con un dibujo sobre la arena cada una de las palabras que se emitían, a fin de que el interlocutor incorporara las palabras y los conceptos que ellas encerraban. Eran tiempos de conversaciones fatigosas: los extraterrestres podían estar toda una tarde tratando de graficar en el suelo que necesitaban un poco de azúcar, mientras que el viejo Gesell nunca encontró el dibujo adecuado para explicarles de qué se trataban pasiones tales como el odio y el amor, sólo entendibles desde la sensibilidad humana.
Los pocos conceptos idiomáticos que lograron poner en común, lejos de acercarlos, sólo sirvieron para que pudieran chicanearse entre sí con palabras ajenas. Pero había algo más que les impedía codificar el mismo lenguaje: la subestimación que uno sentía por el proyecto del otro. Conquistar la Tierra significa un delirio para quien intentaba forestar en la arena, y viceversa, por lo que no fueron pocas las veces que terminaron revolcados entre los médanos dirimiendo con la fuerza lo que no habían podido con la palabra.
Las disidencias postergaban amargamente las misiones conquistadoras de los extraterrestres, quienes poco a poco comenzaron a perder la paciencia. Fastidiados por no poder poner en práctica su plan, los hombres de Ceres amagaron con volverse a su planeta, apostando a desconcertar a Gesell, debilitarlo en la distracción y allí regresar con nuevos ímpetus para perpetrar la conquista definitiva.
Pero, al cabo de tantos años sin uso, el combustible se había echado a perder. La nave avanzó a duras penas sólo dos kilómetros rebotando entre la arena y generando un estruendo atronador. El daño fue irreparable y los extraterrestres, sin otra opción, debieron instalarse a como diera lugar. Ante el inesperado escenario, los refugiados de Ceres tuvieron que trabajar a todo músculo para tapar la nave con arena y montar debajo de ese médano un lugar con las condiciones necesarias para sobrevivir en la Tierra el tiempo que fuera necesario.
Fue un trabajo de segundos mientras en el pueblo se desataba una fuerte sudestada que inundó los débiles caminos y volvió imposible el tránsito con cualquier clase de vehículo. Desesperado por lo que estaba sucediendo, Carlos Gesell tomó un caballo sin montura y se arrojó en la tempestad tratando de encontrar el lugar del forzado aterrizaje. Pero el platillo desapareció entre el agua y la arena como una almeja cuando naufraga en la orilla y nunca más se supo nada acerca de los hombres de Ceres.
Sucedió justo en la época donde que comenzaron a aparecer jaurías y jaurías de perros cimarrones, las cuales se reprodujeron hasta alcanzar la multitudinaria población que hoy vemos en cualquier rincón de la ciudad. Algunos creen que estos canes, recelosos de la vida doméstica, fueron criados originalmente por los extraterrestres, aunque la posterior desaparición de sus amos los dejó abandonados a su suerte. Incluso ciertos perros podrían tratarse de verdaderos extraterrestres, aunque es tal la cantidad de canes vagabundos que resulta imposible identificarlos entre la multitud. Puede ser el perro que nos mueve la cola amigablemente en la casa de José, el que se pelea hasta la muerte por el amor de una perra en celo, el que duerme debajo de una acacia o el que abre sin éxito una bolsa de basura ajena. Acaso todos, o tal vez sólo se trate de una confusión.
Otros prefieren creer que los extraterrestres son esos extraños individuos que actúan como los amos de esos perros. Aquellos que se hacen llamar humanos pero expresan conductas inentendibles a los ojos de los verdaderos humanos. De esos hubo varios: fueron guardavidas, hoteleros, médicos, concejales y hasta intendentes, ocuparon puestos públicos y comercios, levantaron medianeras, cuidaron balnearios por las noches, vendieron churros durante algún verano y pusieron tiendas de artículos para el hogar. Ellos, en su defensa, dicen que estas teorías son inventadas por gente que necesita crearse paranoias para sentir que su existencia merece ser amenazada por alguien.
Los más racionalistas se apartan de las mesas en las que se discuten este tipo de cosas. Las suspicacias y los mitos infundados los aburren. Prefieren sentarse solos, cerca de las ventanas, para poder mirar hacia fuera. Es que creen que los extraterrestres aparecerán cuando no los estemos mirando. Y que, entonces, conviene estar siempre atento.
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